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miércoles, 12 de noviembre de 2014

Nana Bunilda come pesadillas

Es pequeña y rechoncha, mas vieja que Matusalén. Su especialidad son los pasteles de manzana, pero por culpa de su trabajo siempre los tiene que hacer de chocolate.
Y nadie como ella tiene unas trenzas tan hermosas, tan practicas y especiales.
Así es Nana Bunilda.


Vive en una mesilla de noche. La mesilla está en el desván de una casa olvidada, construida a las afueras de un pequeño pueblo.
El pueblo se levanta en medio de un profundo valle al que van los turistas en verano y acude la nieve en invierno.


Todos conocen a Nana Bunilda. Bueno, todos no; solo los niños que tienen miedo, y las madres de los niños que tienen miedo.
También los mayores que recuerdan su niñez y todos aquellos que la han visto pasar de un lado a otro haciendo su trabajo.
Porque el trabajo de Nana Bunilda es llevarse las pesadillas que a veces, traviesamente, se cuelan por las rendijas de los bellos sueños.


Cuando eso sucede la llaman y sus trenzas mágicas reciben el grito de socorro.
Nana Bunilda deja lo que esta haciendo, aunque sea algo tan importante como tender la colada, limpiar su mesilla o preparar el caldo.
Se encarama a su maquina-especial-aspira-pesadillas y acude veloz allí donde la reclaman.


El grito puede surgir de la garganta de un niño que se desgañita de tanto gritar porque, en sueños, ve como un dragón gigantesco e impertinente le estropea los rotuladores que le acaban de regalar.
Y no se tranquiliza hasta que Nana Bunilda atrapa el dragón por la cola y lo manda al fondo del saco.


A veces no es grito, sino un gemido suave y lastimero.
Como el que se le escapó a Papa Noel la víspera de repartir los juguetes.

Había soñado que se quedaba atascado en una chimenea y se hacia de día sin que hubiera podido dejar ni una bolsa de caramelos.


Sin embargo a Nona la oye perfectamente.
Es tan chillona que Nana Bunilda no necesita levantar las trenzas para saber que es ella quien la llama y le pide que la salve de un sueño feísimo.
Pero no siempre son pesadillas lo que altera la paz de los que duermen; a veces son sueños pesados, agobiantes... y Nana Bunilda, que es de talante amable y cariñoso, no tiene reparos en acercarse allí donde se oye un suspiro inquieto.


Como aquella noche en que se llevó el enmarañado sueño de un chico amante de los gatos.


Asi, cada noche, una vez aquí, una vez allí, Nana Bunilda hace su tarea.
Cuando ya tiene la bolsa de la máquina bien llena, vuelve a su casa.
Pero si, de regreso, tropieza con un bello sueño, no renuncia a pararse unos instantes y contemplarlo embelesada.


Y si a punto de trepar por la pared de la casa, se cruza con un sueño en el que su amigo, el gato arrabalero, se hace el valiente con un ejercito de ratones, no duda en hacer un rinconcito en el saco y ¡Ziuu¡, le ahuyenta la pesadilla.


Aunque el trabajo mas duro le aguarda en casa.
Sin quitarse ni la bufanda, se da prisa en verter el contenido de la bolsa en un gran embudo que apunta directamente a una olla ventruda y llena de abolladuras.
Luego enciende el fuego y , pim-pam, pim-pam, lo aviva sin parar hasta que las llamas, alegres como castañuelas, entusiasman y hacen bailar a los sueños que ha recogido.


Solo debe esperar un ratito. Según como sea la luna: redonda o con cara de raja de melón, blanca o amarilla. Según llueva o nieve...
Por fin, el baile dentro de la olla mágica transforma las pesadillas en un dulce y sabroso chocolate con el que después hará pasteles.


Los hace de todas las clases, grandes y pequeños, en forma de torta y largos como barras de pan moreno. Y cuando ya los tiene bien cocidos y el desván huele deliciosamente, se apresura a invitar a sus amigos que, ciertamente, no se hacen rogar.

Y bien, ya lo sabes, si de noche te visita sin pedirte permiso un sueño feo y antipático, llama a Nana Bunilda y vendrá a llevárselo.
Siempre acude, no lo dudes.

Carlos G. Bárcena

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